Como era relativamente previsible, el Gabinete del Solar obtuvo finalmente el voto de confianza del Pleno del Congreso de la República. 77 representantes, 33 fujimoristas entre ellos, por amplia mayoría, decidieron mantener sin cambios sustanciales la situación política del país. Esto es, por un lado, un Parlamento mayoritariamente comprometido con algo tan elemental como la protección de sus intereses privados, es decir, el sueldo y la impunidad de sus actos; del otro, un Ejecutivo, más precisamente un mandatario, decidido a durar hasta el 2021, que encontró en las propuestas de reforma judicial y política, los instrumentos que de alguna manera lo acercan a la gente, a pesar de su incapacidad para gobernar. En el camino, las últimas dos semanas, ambos bandos se dijeron vela verde, teniendo como telón de fondo los análisis para todos los gustos que se hicieron sobre la constitucionalidad de la decisión del Ejecutivo.
Las acusaciones y los gestos estuvieron a la orden del día. El desgaste en ambos sectores también. El fujimorismo, más allá de «perder» dos congresistas, aunque no logra esconder su desorden, golpeó a la Presidencia de ese poder, bloqueando la renovación de la composición de las comisiones y aprobando el pedido de su sanción, mostrando sus posibles nuevas cartas para mantener el control del Parlamento: los congresistas García Belaúnde, Sheput e Iberico. El Premier tuvo que retroceder en su tono inicialmente beligerante, pero también se vio obligado a aceptar una confianza menos altisonante de la que pretendía. El mandatario, que finalmente se dijo y se desdijo, pero eso no es novedad, se encontró nuevamente con la «lealtad» de sus congresistas Aráoz y Bruce, además de empezar a constatar que, con la cuestión de confianza, puede pasar como en el vals, y toda repetición terminar siendo una ofensa.
Sancionada la confianza, que le permite a la mayoría de actores de esta larga película, sentirse victoriosos una vez más, y lo son porque en sentido estricto nada se mueve, el país formal respirará tranquilo unas semanas más, confiando en el apaciguamiento de los ánimos y en la distensión de la polarización. Los más entusiastas, hasta esperarán el funcionamiento del principio de la lealtad constitucional y el compromiso con el bienestar general. Pronto, sin embargo, volverán a la cruda realidad, porque es evidente que esos 77 votos distan mucho de ser un compromiso con los proyectos del Ejecutivo y su «esencia». Es más, con su decisión se han asegurado que así se llegue al cierre constitucional del Congreso no habrá reforma para el 2021, dado que serían necesarias nuevas elecciones parlamentarias (con las normas actuales, además) y la instalación de otro Legislativo, venciéndose los plazos para las reformas constitucionales.
Asustados aún por el control de daños al que los obliga Lava Jato, los gremios empresariales evaden pronunciarse claramente sobre el enfrentamiento entre ambos bandos; reconocen a regañadientes la necesidad de la reforma y reivindican simultáneamente la autonomía y la competencia del Congreso. Como siempre pragmáticos y claros en sus intereses, en el río revuelto de la conflictividad Ejecutivo-Legislativo, exigen las «pruebas de amor» de ambos bandos: mantener sus ventajas tributarias, más flexibilidad laboral y ahora, la aprobación final de Tía María.
Mientras tanto, la calle, que es el arma del país real, dejada de lado tras su manifestación en enero para empujar la destitución de Chávarry, pasó la última quincena observando el espectáculo que le brindaron la mayoría de políticos realmente existentes. Su desconfianza hacia ellos, más ampliamente a la política, reforzó sus razones y argumentos. En la vida cotidiana volvió a oírse el «que se vayan todos», mientras propuestas incipientes sobre «adelanto de elecciones generales» y Asamblea Constituyente empezaron a asomar tímidamente, sin encontrarse aún con los malestares que movilizan a la gente las últimas semanas: los peajes, la atención de la salud, la situación del empleo.
Así las cosas, el margen de acción en los espacios institucionales es claramente reducido y de baja intensidad. Se ha frenado por un rato a los sectores más autoritarios y conservadores del Congreso y se ha postergado por unas semanas «la pechada» como la forma principal de relación política. Los actores mayoritarios de la escena oficial tendrán que improvisar un nuevo libreto para mantener la atención de la gente sobre una conflictividad cada vez más desgastada por reiterativa y sin salida posible, mientras quiénes parecen pugnar por los cambios, tienen que entender que éstos sólo serán posibles si ganan la calle y se encuentran con los intereses y las demandas que la mueven.
desco Opina / 7 de junio de 2019