El comportamiento social de los seres humanos como individuos se ajusta a ciertas pautas y normas de comportamiento común. Uno de los temas importantes de ese comportamiento es el correspondiente a la seguridad de las personas, como resultado de nuestros múltiples procederes y conductas en sociedad. La posibilidad de pautar su desarrollo es compleja justamente por la naturaleza humana: el llamado libre albedrío, que explica cómo la conducta humana, individual o grupal, es en gran medida reflejo y consecuencia de la voluntad, aunque en tensión con la influencia de fuerzas externas a la persona y de las condiciones en las que vive.
Nos movemos con dificultad en ámbitos que van desde la seguridad alimentaria, la seguridad medio ambiental, la seguridad jurídica y otras, en la perspectiva de alcanzar la ausencia de riesgo, lo que significa conseguir la confianza en algo o alguien. Son variados los tipos de seguridad que anhelamos que, en su conjunto, apuntan a disfrutar un estado de bienestar individual y colectivo como seres humanos. Los peruanos figuramos como una de las sociedades con menor confianza interpersonal entre todos los países de América y aparecemos entre los últimos a nivel mundial de desconfianza. Nuestros problemas de inseguridad son graves en distintas dimensiones.
Como se sabe bien en la antropología social, la seguridad es una de las necesidades básicas a satisfacer por el ser humano, definidas hace buen tiempo por Bronisław Malinowski, y redefinidas posteriormente por diversos autores como Manfred Max-Neef, quien nos plantea demandas de seguridad en temas como la protección, la subsistencia, la participación, el entendimiento, la libertad, la identidad y el afecto.
En nuestro país los principales enfoques que encausan la búsqueda de la seguridad son los de la gestión de riesgos (principalmente enfocado hacia la prevención) y la seguridad ciudadana (en su dimensión de evitar la delincuencia y la violencia urbana). Lamentablemente, el tema de la seguridad se ha concentrado en atender más la dimensión policial que ocupa a distintas autoridades de los distintos niveles del Estado, descuidando seriamente otras como la Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI) como clamorosamente ocurre con las NBI de vivienda, de atención en servicios sanitarios, mala educación básica y paupérrimos ingresos económicos mínimos.
El haber invertido y confundido causas, condicionantes y consecuencias de orden estructural y de orden situacional, nos ha llevado a construir un diagnóstico equivocado de la realidad. Así, la problemática de la seguridad se reduce a un tema de resguardo del orden público. En alianza tácita con el gobierno, los medios de comunicación –que viven del amarillismo de las noticias– y muchos alcaldes y otras autoridades sin formación ni capacidades para liderar sus comunidades, se limitan a reducir el problema de la seguridad a un asunto policial.
La declaración de emergencia en dos distritos de Lima, a los que se suma Sullana en el norte del país ha llevado a sacar a las calles a tropas militares para patrullar zonas urbanas “que requieren pacificarse”, en un símil de un escenario de guerra. Esa decisión equivocada del gobierno ha provocado que muchas autoridades del país clamen hoy para que sus distritos y provincias también sean declaradas en emergencia, como si las medidas adoptadas constituyeran un bálsamo de paz. A eso se suma, sin mayor análisis, la población de muchos distritos acicateada por sus miedos comprensibles, exigiendo la presencia del ejército y que se aplique “mano dura” contra la delincuencia. El ánimo general demanda seguridad sin importar que por ello se pierdan libertades fundamentales, que las medidas restrictivas nos obliguen a vivir en un permanente toque de queda patrullados por soldados preparados para la guerra y no para el combate a la delincuencia para restablecer el orden público y la tranquilidad.
Ante este panorama urgen medidas sensatas, practicadas exitosamente en otros países, que pasan por iniciar una profunda reforma de la institución policial que incluya el sistema de formación de la Policía Nacional, su organización y funcionamiento, el reemplazo de personal altamente corrupto y el fortalecimiento de las tareas de inteligencia e investigación.
En la urgencia operativa, es claro que necesitamos agentes de inteligencia que permitan golpear a quienes conducen las bandas que se han asentado en el país, en todos los casos en complicidad con muchos malos policías. Tienen que replantearse las estrategias de seguridad a partir de una lectura integral de la realidad que vive nuestra sociedad, golpeada por una de las peores crisis de la era republicana. Es pues así que la inteligencia policial tendría que ser la primera en ser declarada en estado de emergencia.
Finalmente, la declaratoria de emergencia por inseguridad ciudadana, que ahora se aplica mal a un ámbito urbano por el que transitan casi dos millones de personas en Lima, es más de lo mismo que siempre hemos soportado. No existe un plan orgánico bien estructurado, ajustado a cada realidad específica y eso explica en parte por qué todos los operativos anteriores han fracasado estruendosamente; éste no tiene por qué ser diferente con la mirada obtusa que se aplica al tema de la seguridad ciudadana, personal y social.