Dice Florencio Domínguez, de La Vanguardia, que la política española se vive con un sentido agónico. Cada mañana se muere en las portadas de los periódicos y en las tertulias al atardecer. En nuestro caso, lo mismo. No sorprende que los candidatos a la Presidencia de la República no puedan debatir temas relevantes. Tampoco el campeonato de cinismo que llevan a cabo, señalando la corrupción del otro como remedio para la propia. La actual campaña no es más que una copia corregida y aumentada de las que hemos tenido durante las últimas décadas. Mejor dicho, un plagio.
Si un bien habría que sacar del mal, como diría el legendario sargento Lituma, sería que nunca fue más nítida la inmensa distancia existente entre la política, la sociedad y la economía. Siempre hubo el reparto de dádivas como el que está a punto de sacar de carrera a César Acuña. El pisco y la butifarra, los camiones y los matones fueron protagonistas estelares en nuestra historia electoral. Pero, en ningún caso, la cosa fue tan elocuente y normalizada, al punto de ser anunciada voz en cuello por el candidato y, para que no queden dudas de su honestidad, presentar las evidencias de haber cumplido con su ofrecimiento de dar dinero para captar votantes.
De igual manera, afirmar que los partidos de antes organizaban sus congresos, con sus delegados debidamente acreditados, para elegir a sus candidatos o, en todo caso, proclamar a aquellos que eran la encarnación misma de sus organizaciones, el «candidato natural», es olvidar las hordas de cachiporreros y pistoleros que realzaban con su presencia estos eventos y determinaban quien ingresaba al recinto y por quien debía votarse.
Pero, hubiera sido humillante que las autoridades electorales les observaran la inscripción porque esta emanaba de actos espurios. Más aún si los cuestionamientos también evidenciaban orfandad de militantes y otras cuestiones que decían por sí solas que no estábamos ni mucho menos ante una organización partidaria.
Asimismo, sorprenderse por los cambios en el discurso de Fujimori, es desconocer la esencia de la historia política del país. Elaggiornamento no fue una excepción sino casi una manera de entender la política como un ejercicio de sobrevivencia. ¿Qué fue, entonces, la Convivencia, la Coalición o la rápida y radical transformación de los que acompañaron a su padre, luego de haber sido convencidos libertarios a inicios de los 90? Pero, ella no sintió la necesidad de escribir un libro, como Treinta años de aprismo, para explicar su posición, ni siquiera una columna periodística. Es más, nadie se lo exigió porque obviamente era pedir peras al olmo.
Entonces, no es que actualmente tengamos significativos cambios en el comportamiento político respecto al pasado. Pero, para ser equilibrados, tampoco es que las continuidades sean nítidas. Y esto nos conduce a explorar comprensiones más profundas que las indignaciones y las posturas morales –reales o falsas–, que poca o ninguna explicación permiten vislumbrar.
Somos, como lo señaló en su oportunidad Aníbal Quijano, una «sociedad de transición», que no ha podido sedimentar una tradición hegemónica de la modernización y, por lo mismo, muestra una permanente inestabilidad social y cultural. Entre nuestras «modernizaciones» están la aculturación y la cholificación. Ahora bien, ¿cuánto hemos aprendido de estas transformaciones y las hemos convertido en capacidades políticas?
Algo debió haber ocurrido en los procesos sociales, en las visiones dominantes del desarrollo –especialmente aquellas que han sido incuestionados dogmas desde los años 90–, en los sectores dirigentes del país y en la conformación del Estado, para haber llegado a los perversos resultados que ahora tenemos. Decía Lacan, remitiéndose a David Cooper, que para obtener un niño psicótico, hacía falta al menos el trabajo de dos generaciones.
Parafraseando, Acuña, Guzmán, Fujimori y gran parte de los demás candidatos no son excepciones, productos del azar o casualidades, sino cuidadosos y delicados resultados de una manera de entender y procesar la política en nuestro país, el adelgazamiento hasta la anemia del Estado, la privatización salvaje de lo que nunca debió dejar de ser el espacio público y la canibalización de la sociedad civil por la violencia y el despojo económico. Así, no es fortuito tampoco que las poquísimas opciones que invitan al cambio –que las hay– suenen distantes y disarmónicas. La tarea, entonces, es conseguir que sea sentido común lo que hoy aparece como «anormal».
desco Opina / 26 de febrero de 2016
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