La crisis política chilena ha impactado no solo en la clase política del país del sur, sino también en las élites de toda América Latina, incluyendo desde luego al Perú. Prácticamente nadie se esperaba el estallido, las movilizaciones masivas ni la radicalidad y la violencia, esta última desatada al parecer por grupos minoritarios.
Ante esto, los analistas de distintas tendencias se plantean la inevitable pregunta: qué ha provocado una protesta de tal magnitud, cuyas demandas cuestionan elementos claves del régimen neoliberal implantado hace más de cuarenta años. Los defensores del mismo sostienen que no es crisis del modelo, el cual tiene importantes logros, encontrándose aquí al menos dos tipos de argumentación: por un lado, quienes aluden a que las protestas son resultado de una falla del Estado y de las instituciones, mas no del libre mercado, desconectando el régimen económico de la institucionalidad, tal cual lo afirman al menos dos conspicuos neoliberales peruanos. Por otro lado, hay posiciones extremas, que sostienen la idea de una conspiración chavista, amparándose en un comunicado de la OEA, o en investigaciones que muestran –supuestamente– millones de tuits emitidos desde Venezuela o Rusia, incentivando la revuelta.
Al respecto, es curioso observar cómo los argumentos de los defensores del neoliberalismo se parecen a los esgrimidos por los defensores del socialismo real que, a fines de los años 80 del siglo pasado, se afanaban por demostrar que no era el modelo el que fallaba, sino su aplicación y las desviaciones en que se incurrieron, coinvirtiendo a este en una suerte de entelequia o esencia inmaterial.
Desde otras posiciones, se sostiene que el estallido es fruto de innegables fallas estructurales del modelo, especialmente de las desigualdades y de la arraigada sensación de injusticia social en millones de chilenos, pese a los altos estándares de vida que exhibe Chile en comparación con el resto de Latinoamérica. Por supuesto, hay quienes anuncian el fin del modelo.
Como se sabe, Chile es a la fecha el país líder de la región en producto per cápita, casi duplicando, por ejemplo, el peruano (en el 2018, US$ 24,190 a precios de paridad de poder adquisitivo versus US$ 13,810). Es también el de mejor posición en el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas (lugar 44, versus 89 del Perú al 2017). Adicionalmente, solo el 8.6% de la población se encuentra bajo la línea de pobreza, frente al 20.5% en el Perú (cifras del banco Mundial), observándose también que la línea de pobreza chilena es hoy de US$ 228, en tanto la del Perú equivale a US$ 104 mensuales por habitante. Los analistas de orientación neoliberal abundan en estadísticas para demostrarlo, algo que han practicado con frecuencia en el Perú, cuando defienden inversiones mineras resistidas por la población (Conga o Tía María), tratando de deslegitimar con cifras macroeconómicas las demandas ciudadanas.
Pese a las posiciones extremas, hay una cierta coincidencia en que las protestas en Chile tienen como fondo la desigualdad económica y social persistente en un país de altos ingresos; los extremos a los que se llevó la privatización (especialmente en educación y salud), la desafección ciudadana ante un sistema político oligopólico, entre otros factores. Más allá de esto, la situación plantea en nuestro país la necesidad de reflexionar y obtener algunas lecciones.
En este sentido, en distintos círculos se afirma que difícilmente esto podría ocurrir en el Perú debido a las notables diferencias con la sociedad chilena, destacándose particularmente a la informalidad (por ejemplo, 75% de la PEA es informal hoy en el Perú). Siendo Chile un país altamente formal e institucionalizado, las demandas al Estado son mucho mayores que las que recibe el peruano, del cual un amplio sector de la población espera muy poco o nada.
Se tendría aquí entonces, una suerte de «colchón» que nos cubriría, no se sabe hasta cuándo, de un estallido social contra el modelo. Lo que antes se miraba con envidia (la institucionalidad chilena y su sistema político estable y fuerte), ha perdido hoy estima y no sería extraño que comience a revalorarse nuestra precaria institucionalidad. No hay que olvidar, sin embargo, que la informalidad expresa no solo la debilidad del Estado, sino también las brechas tecnológicas de la economía peruana, que se traducen en productividades e ingresos altamente diferenciados, lo que agudiza o, en el mejor de los casos, dificulta avanzar en reducir las desigualdades. No hay que alegrarse entonces de tener una informalidad tan grande, cuyos costos sociales son también muy altos (minería informal e ilegal, cultivos ilícitos, tala ilegal, transporte público informal, entre otros).
Los desafíos tienen que ver entonces con afrontar las desigualdades y brechas existentes, a través de la diversificación productiva; el impulso a las pequeñas y microempresas para la creación de empleos de calidad, más allá del sector extractivo; aumentar la presión tributaria, fortalecer la capacidad regulatoria del Estado (incluyendo por ejemplo, SENACE OEFA, OSINERGMIN, SUNEDU, a los que hay que dejar de recortar sus recursos y funciones) y la eficiencia de las inversiones públicas, avanzando más allá de la preocupación por desarrollar mecanismos de obras por impuestos o alianzas público-privadas, entre otros.
La crisis chilena es una advertencia para construir una economía más diversificada, inclusiva y equitativa, un Estado más eficiente, transparente y con capacidad regulatoria, una presión tributaria al menos similar al promedio latinoamericano, servicios públicos de calidad y –por último, pero no menos importante– un sistema judicial transparente y ágil, así como un sistema político más democrático y participativo. No es una fórmula que vaya a terminar con las protestas sociales, pero al menos podría reducir la inestabilidad y conflictividad social, pero sobre todo las desigualdades.