La posición del ministro de Justicia y del presidente Humala a raíz del reciente fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), hay que leerla en el marco de la gran transformación de un régimen y un líder que ganó las elecciones del 2011 con un discurso alineado con el respeto a los derechos humanos y la necesidad de reconciliar al país, cercano a los organismos que desde la sociedad civil los promueven y defienden.
Estupor e indignación, aunque no sorpresa, causan las declaraciones del ministro Gustavo Adrianzén, quien ya anteriormente, y con ocasión del conflicto de Tía María, nos había regalado frases típicas de un gobierno tradicionalmente represivo. Desde días anteriores a la publicación de la sentencia de la CIDH, el ministro venía diciendo que el Estado peruano no iba a acatar fallos que no se ajustaran a las posiciones del gobierno (¿qué hubiera dicho si Chile desacataba al Tribunal de La Haya respecto a la delimitación marítima con el Perú?). Más adelante, al hacerse público el fallo de la CIDH, escucharlo decir que el Estado peruano había ganado porque no se tocaron a los comandos del operativo Chavín de Huántar, porque no se pagarán reparaciones a los terroristas, a sabiendas de que esos puntos no eran lo central de la sentencia, declarando, además, que el fallo permite investigar a los testigos y a los denunciantes del Estado, sin resaltar la obligación de investigar la ejecución extrajudicial de un detenido, la sensación era de haber retrocedido en el tiempo y estar escuchando a un ministro del fujimorato en sus peores épocas.
Similares reacciones provocan las declaraciones del presidente Humala cuando días antes de la difusión del fallo, y cuando sus términos eran ya conocidos en pequeños círculos, afirmó cosas parecidas como las dichas por su ministro. Más allá de la orfandad argumental del presidente, lo que está en el fondo es la evidencia de una posición que Humala, militar en retiro, trató de enmascarar u ocultar durante sus años de líder político y candidato, y que hoy ya no se esfuerza en esconder. De allí la cada vez más libre emisión de opiniones que quizá siempre mantuvo in pectore, pero que hoy, agobiado por su baja popularidad y escaso respaldo popular, las manifiesta abiertamente, tal vez para afianzar su cercanía con las fuerzas armadas, uno de los pocos apoyos que deben quedarle.
Lo anterior se asocia con otras declaraciones del presidente cuando hace pocos días, requerido por su opinión acerca del fallo de la suprema corte de Estados Unidos respecto del matrimonio homosexual, dio a entender su desacuerdo pero de manera sibilina y casi vergonzante. Los memoriosos deben recordar con nostalgia cuando durante la campaña para la segunda vuelta del año 2011, el entonces candidato Humala se acercó a los movimientos LGTB peruanos y expresó su apoyo a la libertad y tolerancia social.
Este sinceramiento de posiciones por parte del presidente no tuvo una «hoja de ruta» que preparara el camino, fue un viraje sin mayores explicaciones y muestra no sólo la falta de coherencia política en un líder que por varios años canalizó las expectativas y aspiraciones de un amplio sector de la ciudadanía, sino también, el estilo tradicional del político que no trepida en mentir y hacer demagogia, adoptando y abandonando principios de acuerdo a conveniencias dictadas por la coyuntura.
Las decepciones que esto causa es el costo que no pocas personas deben pagar por el apoyo prestado a un exmilitar sin mayor trayectoria política, sospechoso incluso de cometer actos de violación a los derechos humanos. No sería raro que en un año o más, cuando el presidente Humala abandone su cargo, se reactiven las acusaciones contra el «capitán Carlos», limpiado de ellas durante las campañas electorales en las que fue candidato.
Las reacciones frente a la sentencia de la CIDH dejan sin duda valiosas lecciones entre quienes se esfuerzan por defender y judicializar los casos de violaciones a los derechos humanos: en primer lugar, la existencia de una fuerte «coalición» o lobby mediático, político y militar que no tiene empacho en apelar a argumentos pobres y falsos para atacar todo aquello que sientan como amenaza, contando para ello con el apoyo o al menos la tolerancia de los principales medios de comunicación. El desafío es plantear nuevas estrategias frente a las campañas que pretenden estigmatizar a quienes defienden tales derechos y desarrollar una paciente labor de esclarecimiento sobre la importancia medular de la vigencia de los derechos humanos (y de otros como los derechos económicos, sociales y culturales-DESC) para construir y consolidar una sociedad democrática.
En segundo lugar, es necesario levantar el perfil a una política de reconciliación en esta etapa de post-violencia, que vaya más allá de la judicialización de los casos. Los avances logrados, insuficientes aún, demandan también ideas novedosas que, sin transigir en el imperativo de lograr justicia, contribuyan además, a reconciliar el país. Las conclusiones y recomendaciones de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, formuladas hace más de una década, son una base indispensable para ello. Las campañas mediáticas hostiles a los fallos en casos de derechos humanos no deben fondear esta aspiración central aunque, desde luego, contrarrestar el embate de esa suerte de coalición anti DD.HH. es una tarea titánica.