Incapacidad, mediocridad y corrupción son tres adjetivos justos para caracterizar los últimos nueve meses en la vida política institucional del país, una temporada en la que Ejecutivo y Legislativo compiten por establecer cuál de los dos poderes justifica mejor la consigna «que se vayan todos», que aparece en los sondeos de opinión con más frecuencia –y no sin intereses discutibles–. Personajes mediocres, desinformados y sin coherencia argumentativa que son quienes ocupan curules y portan fajines; junto a interinos, segundones y magistrados con plazos vencidos, han empujado al país al borde del colapso.
El generosamente llamado «conflicto de poderes» entre el Ejecutivo y el Legislativo ya no es otra cosa que una serie interminable de «debates» sin profundidad ni resultados de provecho para la ciudadanía: vacancia presidencial, cierre del Congreso, Asamblea Constituyente, acusaciones fiscales múltiples, denuncias constitucionales o censura de ministros; nada se trata como es debido. Con la participación irresponsable de la prensa, todo ello se ve reducido a un tratamiento equivalente al que se otorga a los acontecimientos y frivolidades de la farándula local. Los personajes de uno y otro lado de la trama aparecen al mismo tiempo como acusados, denunciantes y procesados, cargados de incoherencia y provocando vergüenza ajena. Pese a la cantidad de espacio y tiempo que se les dedica, han pasado a convertirse en noticias sin importancia real. Incluso hechos como la vacancia sorpresiva del alcalde de una ciudad tan importante como Lima, no generan mayor reacción de la ciudadanía.
La normalización de la mediocridad, el predominio del interés menudo y de valores retrógrados se han hecho patentes no solo en cada renovación de gabinete que ha intentado el Presidente Castillo, sino también en las decisiones que, más allá de supuestas «ideologías» irreconciliables, unen a las bancadas parlamentarias: la eliminación de la SUNEDU, el retiro del enfoque de género de la educación escolar o el destrozo de las normas electorales en favor de partidos que ni siquiera logran cumplir los cronogramas establecidos por la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE) y el Jurado Nacional de Elecciones (JNE). Esta tragedia de la política peruana, que siempre se resuelve «por mientras» con la opción del mal menor, se proyecta a repetirse y multiplicarse en el proceso electoral regional y municipal previsto para el 2 de octubre de este año. Las ideologías de Renovación Popular (RP) Perú Libre (PL) y Fuerza Popular (FP) no cuentan cuando se trata de bajar todas las vallas y ceden paso a la componenda fácil para proteger opacos intereses compartidos.
Seamos claros: tampoco existen liderazgos alternativos ni organizaciones que guíen a una ciudadanía decepcionada y harta. Tras semanas de intensas marchas y paros en diversas zonas del país, no se refleja aún una movilización propositiva importante desde las organizaciones sociales, ni se manifiesta por parte de ellas una fuerza que realmente «cuadre» al gobierno y le haga cumplir sus ofertas de campaña. Y si se mira al sector privado, queda claro que, lejos de presentar alternativas alineadas con la realidad económica en un país con un tercio de la población en pobreza, su presencia institucional solo se activa para una desfasada defensa del «modelo» y la Constitución, sin sensibilidad frente a mayorías con las que no comparten (ni desean compartir) beneficio alguno.
En este desolador escenario, el reto para las organizaciones de la sociedad civil es enorme. El trabajo de reconstrucción democrática de la política está lejos de las ambiciones y populismos de izquierda y derecha que tanto daño nos producen. Pasa por sincerar la integralidad de la crisis y por incorporar a las y los pobres y excluidos como actores efectivos del cambio, promoviendo su organización y su capacidad de agencia en la tarea de formular una nueva agenda social.
desco Opina / 6 de mayo de 2022