El sábado 15 en la noche se produjo lo que parece ser uno de los mayores derrames de petróleo en nuestra historia. La versión inicial de Repsol, la empresa involucrada, hablaba de un lamentable accidente en el que se habría producido un derrame de 0.16 barriles de crudo en el proceso de descarga en la Refinería La Pampilla como consecuencia de oleajes anómalos, resultado de la erupción de un volcán submarino en Tonga. Con el paso de las horas y los días se evidenció que se trataba de una catástrofe ambiental causada por la negligencia y la incompetencia de la empresa española. Más de 6000 barriles del hidrocarburo destruyendo la vida en el océano, un impacto directo de larga duración en más de 180 hectáreas de suelo en nuestro litoral y más de 713 hectáreas en el mar y la vida diaria de miles de personas que viven de los recursos afectados, son apenas algunos de los datos del daño causado.
El impacto de la noticia ante la opinión pública y la indignación generada por aquella han sido crecientes. La inaceptable y mentirosa versión de la empresa que se demoró cuatro días en reconocer que eran 6000 los barriles vertidos, así como su incapacidad para responder de inmediato al derrame causado, obligaron a muchos de los medios que inicialmente no la mencionaban, a poner los reflectores sobre ella. La ubicación del desastre en la costa limeña, además de su magnitud y dimensión, con el mar cubierto por manchas de petróleo que avanzan desde Ventanilla hacia el norte, habiendo superado ya Chancay, explican también la resonancia de una tragedia que se repite con más frecuencia de la que se cree. Como se ha recordado recientemente, entre el 2000 y 2019 se han producido 474 derrames de petróleo, los más de ellos en la Amazonía, mientras desde el inicio de la pandemia se han sucedido 14, antes de éste.
Con el paso de los días, los especialistas del Organismo Supervisor de la Inversión en Energía y Minería (Osinergmin) fueron desarmando las versiones iniciales: el derrame de petróleo se habría ocasionado por la ruptura de la conexión entre el tanquero Mare Doricum y el terminal multiboyas N° 2. Los testimonios de distintos deportistas náuticos que estuvieron en la zona al momento del derrame, así como del propio capitán del barco tanquero, demuestran la inexistencia de oleaje irregular.
Todo indica que la empresa buscó eludir su responsabilidad desde el primer momento; no tuvieron los sistemas de control funcionando, porque éstos tienen unas válvulas que miden las presiones en la hidrostática y así habrían detectado la fuga; no pudieron precisar cuánto petróleo salió porque su sistema de control de flujo no habría funcionado, ni lo habrían hecho tampoco los sistemas de resguardo que eventualmente se cierran de forma automática. A ello se suma que su personal no estaba entrenado y no supo responder. Repsol, de acuerdo a la revisión hecha por un portal informativo, registra en los últimos diez años 50 resoluciones de sanción por incumplir las normas de protección al medioambiente impuestas por el Organismo de Evaluación y Fiscalización Ambiental (OEFA) a las empresas de ese conglomerado. Sin embargo, sólo en tres de los procesos sancionadores se emitieron multas firmes, mientras en el resto no hubo castigo económico.
Por su parte, la respuesta del Estado se demoró, fue bastante desordenada y sin canales de coordinación entre las distintas entidades que intervinieron y las diversas voces que se pronunciaron. Las imágenes y muchos testimonios indican que sencillamente, no se hizo nada efectivo en las primeras setenta y dos horas, mientras en la orilla del mar se intentaban respuestas con lo que se tenía a la mano y sin ningún recurso tecnológico; el sistema de “skimmers”, por ejemplo, especie de aspiradoras que retienen los residuos de crudo flotante, aparecieron limitadamente después de varios días.
En este escenario, donde es claro que distintas actividades extractivas, hidrocarburos y minería entre ellas, son de alto riesgo y deben ser reguladas y fiscalizadas de manera eficaz por el Estado, recordemos que desde buen tiempo atrás diferentes sectores interesados presionan constantemente por debilitar nuestra limitada institucionalidad ambiental. La Ley 30230 del 2014 fue un ejemplo claro de esa voluntad por mantener sin sanción prácticas depredatorias capitalistas. No olvidemos que la Sociedad Nacional de Minería, Petróleo y Energía, que ha tenido que lamentar el comportamiento de Repsol e iniciarle un proceso interno, buscó acabar con el aporte por regulación que deben pagar las empresas para que organismos como OEFA se puedan sostener. Recordemos que la Confederación Nacional de Instituciones Empresariales Privadas (Confiep), que le pide acelerar los procesos de remediación, promovió con otros gremios empresariales el rechazo a la ratificación del Acuerdo de Escazú, argumentando falazmente que el mismo afecta a las inversiones y a la soberanía nacional.
Más allá del desastre ecológico inmediato, desde la sociedad debemos exigir respuestas y cambios drásticos, rechazando el silencio de la representación nacional, normalmente locuaz y altisonante, arrastrando los pies en esta situación. Es urgente que las autoridades evalúen y determinen si es conveniente y seguro continuar permitiendo la descarga de petróleo en una zona sensible como un ecosistema marino o en otras áreas frágiles como la Amazonía. En el marco del cambio climático es indispensable que este gobierno que se dice de izquierda, defina un planeamiento territorial largamente postergado y establezca áreas donde no se pueden realizar estas actividades.
desco Opina / 28 de enero de 2022