Un aspecto fundamental que coloca en el debate los acontecimientos latinoamericanos es la desigualdad. Ahora bien, contra lo que supone el extendido sentido común –que la desigualdad es una consecuencia del modelo neoliberal– debemos tener claro que es una premisa que lo supone. Más aún, la desigualdad es un rasgo persistente en América Latina, que atraviesa a todos los modelos económicos que se han implementado a lo largo del último siglo.
Entonces, bajo este marco, como afirma Paul Gootenberg, “la población latinoamericana vive y observa cada día estas disparidades, expresadas en el modo en que hace política, construye espacios urbanos, trabaja la tierra, integra movimientos sociales nuevos y antiguos, es víctima del crimen y del estrés ambiental, y accede a los recursos educativos, nutricionales, legales, culturales, a las prestaciones de salud y a los medios de información”.
De esta manera, cuando las brechas no son cerradas y, en su lugar, se abren cada vez más, empieza a cundir una percepción de injusticia, como resultado de un acto de despojo. Tal vez, la particularidad del momento actual está en que el malestar es consecuencia de la privatización que vendió la fantasía de que lo público-estatal es malo y lo privado es bueno per se. En suma, la acción social latinoamericana ha empezado a delinear una noción de despojo, que ha sido llevado a cabo mediante la privatización de los bienes que se suponen comunes. De esta manera, vamos formulando la relación entre desigualdad y neoliberalismo.
Aun así, no es suficiente. Barrington Moore Jr. estima que la «necesidad social» contiene tres elementos esenciales. El primero es una noción de causalidad con el orden temporal ordinario invertido: algo muy desagradable sucederá en el futuro si no se satisface hoy la necesidad. En segundo lugar, debe elegirse la salida para la insatisfacción y esto, como tercera condición, siempre conllevará un juicio ético.
Lo anterior involucra un liderazgo que ha empezado a ser cuestionado, críticas a las formas como es distribuida la riqueza y malestares ante una división del trabajo que no está generando oportunidades para todos.
Una segunda cuestión es la falta de funcionamiento de las correas de transmisión que supone la democracia liberal, es decir, los partidos políticos. Nuevamente, el supuesto neoliberal es que la política se debía relativizar, para dar paso a lo «técnico» y, por lo mismo, el partido político y la representación debían quedar en un disminuido rincón. Si un actor ausente tenemos en los casos chileno y ecuatoriano, es precisamente la nula presencia de estas organizaciones.
Asociado a este tema, está la ineficacia de los organismos supranacionales, en nuestro caso OEA y específicamente el Grupo de Lima. Por lo visto, los problemas democráticos en América Latina son evaluados de manera diferente, según el gusto ideológico.
Una tercera cuestión es la potencia de la movilización social, llevada a cabo por organizaciones que muestran una naturaleza «líquida», en otras palabras, en continua recomposición para adecuarse a coyunturas específicas, para lo cual proponen agendas sumamente elásticas. Es lo que Hardt y Negri denominan la primacía estratégica desde la base social que, lamentablemente en Perú, no encuentra una conducción central que le dé sentido táctico a estas líneas.
Todo ello hay que entenderlo como una acción social en el marco de economías ordenadas por el extractivismo que, en otras palabras, también señala el fracaso relativo de los progresismos latinoamericanos. En el caso de Perú debe asociarse, además, con la bajísima tasa de generación de empleo que provocó el modelo, promoviendo una impresionante informalidad.
Finalmente, los movimientos sociales como el indígena en el Ecuador y los estudiantes y jóvenes en Chile, evidencian tres cuestiones indispensables para su presencia contundente: (i) Memoria. Los movilizados han hecho continuas referencias a Pinochet y la dictadura, así como a Correa y sus posiciones antiambientales. En ambos casos el estado de excepción ha sido un aspecto central para cuestionar la democracia imperante; (ii) Aprendizajes. En el caso chileno, entre los adultos, se subraya la frase “nosotros teníamos miedo, los jóvenes no”, como una manera de aceptar y legitimar las movilizaciones; y (iii) Proyecciones. Ante el despojo, se exige la recuperación de “lo extraído”.
desco Opina / 25 de octubre de 2019