Lo que viene aconteciendo en torno a los peajes en Lima, da pie para suponer que la corrupción ha empezado a adquirir una nueva forma en la mentalidad de los peruanos o, para precisar, al menos en aquellas clases medias urbanas que han venido configurándose en el marco de los ciclos de crecimiento y los procesos sociales acontecidos a partir de la segunda mitad del siglo XX.
Resumiendo, la anticorrupción deja de ser un espacio en el que solamente actúa un grupo de fiscales y jueces, que asumen el asunto como una cuestión estrictamente judicial, mientras los ciudadanos presenciamos pasivamente las puestas en escena, aprobando o no las respectivas actuaciones.
En efecto, lo que parece estar dándose es una excelente oportunidad para dejar solamente de judicializar la corrupción y convertirla también en un factor político, donde un conjunto de ciudadanos busca interpretar roles estelares, manifestando crecientemente su malestar ante un resultado que les parece –y nos parece– totalmente injusto: los peajes. Son injustos, no ilegales, porque son producto de las negociaciones de la Municipalidad de Lima con empresas corruptas, tanto Odebrecht como OAS. Por lo mismo, no deberían seguir cobrándose. Mayor claridad del mensaje, imposible.
Esta oportunidad de oro para el alcalde Jorge Muñoz, parece no estar siendo leída adecuadamente. Ni por él, ni por los medios de comunicación. Muñoz centra el problema en los asuntos normativos y procedimentales, es decir, la práctica imposibilidad de resolver unilateralmente un contrato como los que ha firmado la Municipalidad, sin consecuencias altamente costosas. Pero, lo que debiera ver Muñoz, es que la interpelación de los ciudadanos movilizados no es legal sino, como dijimos, política y que se resume en la idea de lo justo que es, para el caso, no pagar una tarifa para transitar hacia “sus casas” o “sus trabajos”.
De esta manera, la conducta del Alcalde Metropolitano evidencia dos vacíos sumamente graves para alguien que busca gobernar exitosamente la ciudad: (i) Su desconexión con los alcaldes distritales, quienes mayoritariamente son (¿eran?) acciopopulistas como él. Como es obvio, estas autoridades están más sensibilizadas con las corrientes formadas entre los ciudadanos que gobiernan y, a su vez, en términos generales, sienten que su actual posición es solo el primer peldaño de su carrera politica y, por lo mismo, suponen estar ante un momento de «acumulación de fuerzas», y (ii) Su desconexión con «organizaciones sociales» que son, si se quiere, efímeras, ocasionales, ad hoc, pero para la situación específica –en este caso, los peajes– con mucha potencialidad para ser escuchadas y desestabilizar las precarias posiciones en las que está colocado el Alcalde en estos momentos.
Esta situación, pareciera dar mayores argumentos a aquellas propuestas que señalan la imposibilidad de erradicar la corrupción sin liderazgos claros y contundentes. En ese mismo sentido, como pareciera ser una de las pocas afirmaciones válidas cuando se trata sobre las acciones anticorrupción, también evidenciaría que no hay fórmulas universales. En suma, dicen los que adoptan esta posición, solo el conocimiento preciso sobre cómo toma forma específica la «corrupción», es lo que garantizará el resultado político que queremos. Por eso, los mayores esfuerzos llevados a cabo para «medir» los mecanismos e impactos de la corrupción son los ámbitos locales y, por ello, los mejores resultados que se presentan como «casos exitosos» provienen de allí. El gran ejemplo es, sin duda, lo hecho en La Paz, durante la gestión de Ronald MacLean Abaroa, convertido actualmente en el consultor estrella del Banco Mundial en estos temas.
Por otro lado, un acercamiento a la política local tiene la virtud de mostrarnos lo realmente existente o, en tanto estamos en Latinoamérica, lo real maravilloso que no puede comprenderse solamente con los medios que ofrece la denominada ciencia política que proviene del Norte. En efecto, como muchos estudiosos de la política latinoamericana ya lo han hecho, desde Javier Auyero hasta Alejandro Velasco, pasando por una pléyade de académicos brasileños, ésta es una dimensión en la que lo formal es uno de los componentes, al que debemos agregarle y combinarle las relaciones informales y hasta las ilegales, que es lo que caracteriza el encuentro gobernado-gobernante en nuestros países.
Entonces, ¿cómo cambiar las cosas para que realmente cambien? Cuando tenemos a la corrupción en el centro de nuestros problemas, está claro que ésta no se conmueve con la voluntad o con acciones que la impacten en la superficie. En ese sentido, las reformas deben ser integrales, interrelacionadas, con objetivos claros y plazos previstos. A ello deben agregarse adecuados y confiables mecanismos de seguimiento y evaluación, muy estimables herramientas en contextos de tan baja institucionalidad y poca información y, por lo mismo, con limitada capacidad para armar y hacer funcionar los controles y equilibrios que exige la gobernabilidad.
En esa línea, tendríamos que preguntarnos si las reformas política y judicial, más allá de los argumentos contrahechos de quienes buscan demorar su implementación, tienen la posibilidad de romper el mecanismo reproductor de la corrupción en el país. Como debemos tener siempre presente, este mecanismo se renueva en los momentos electorales y su objetivo no es tanto que un determinado candidato gane votos, sino esencialmente, evitar que los pierda entre una clientela formada y articulada alrededor de los beneficios granjeados desde los recursos públicos.
desco Opina / 24 de mayo de 2019