Como ya es usual en esta época del año, varias regiones del país han sido declaradas en emergencia por las lluvias y los deslizamientos que suelen provocar, afectando a territorios, centros poblados y ciudades. Una vez más, las cuantiosas pérdidas materiales y las trágicas pérdidas humanas que tales eventos generan, especialmente entre la población de menores recursos, evidencian la complejidad del territorio que nos ha tocado habitar, algo que las mismas autoridades y funcionarios públicos reconocen.
Esto también manifiesta las archiconocidas fallas del Estado y la persistencia de un hecho hasta hoy irresuelto: el asentamiento de poblaciones en zonas de alto riesgo, por donde, inevitablemente, pasará la masa que arrastran los huaicos y deslizamientos, tanto en Lima Metropolitana, como en provincias.
Hay desastres y tragedias recurrentes y prácticamente anuales en el Perú (la otra es la muerte de niños en las alturas durante las olas de frío invernal) y la ciudadanía, con justificada indignación, responsabiliza al Estado por su incapacidad para reducir los daños que provocan los fenómenos climáticos. Las incapacidades de aquél para controlar y ordenar el territorio, para la planificación y prevención, la centralización de las decisiones y las imprecisas competencias entre sus distintos niveles, son sin duda fallas que hasta hoy no se subsanan, tanto por ausencia de voluntad política como por la presencia de intereses diversos al interior del aparato público y de las élites económicas y políticas del país.
Otro de los grandes problemas tiene que ver con la modalidad de ocupación del suelo por parte de la población; ante un Estado ausente, los asentamientos se han caracterizado no solo por una gran informalidad, sino también por ocupar zonas de riesgo como las quebradas, lechos de ríos secos y otras áreas vulnerables, por donde, tarde o temprano, el exceso de lluvias provocará los huaicos e inundaciones. Tal como el caso del poblado tacneño de Mirave lo muestra recientemente, esto ha ocurrido más de una vez a lo largo de las últimas décadas.
Cabe entonces preguntarse por qué la población, a sabiendas de la recurrencia de los huaicos y otros eventos extremos, persiste en ocupar los mismos espacios. La pobreza, la falta de alternativas, así como la visión de corto plazo predominante (no sólo en la población, sino también en los grupos políticos y empresariales) son elementos que lo explican, aunque distan de agotar el tema.
La experiencia de reubicar poblaciones y centros poblados es sin duda muy compleja y difícil; las experiencias recientes en el caso de la minería (por ejemplo, reubicación de Morococha en Junín, de Fuerabamba en Cotabambas) pueden ayudar a entender la magnitud de la tarea a emprender.
Estas experiencias demuestran que grandes sectores de población persisten en quedarse por razones que el Estado, los funcionarios y responsables del reordenamiento no pueden desdeñar, bajo pena de fracasar. Y es que para la gente, no sólo se trata de un desplazamiento físico; ello muchas veces significa cambios en su vida económica (abandonar el entorno donde generan sus ingresos y rentas); en su vida social (se rompen las redes y entramados sociales que permiten su reproducción social), y en las mismas dinámicas de poder y estatus locales. No se trata entonces de trasladar autoritaria y arbitrariamente a la población de un lado a otro.
Lo anterior, que no es frecuente pensar cuando se enfrenta la reubicación de poblaciones, plantea desafíos ineludibles para el Estado; por supuesto, se trata de avanzar en capacidades para planificar y ordenar el uso del territorio (algo que los intereses existentes y la visión predominante de libre mercado dificultan); desarrollar una cultura de prevención y reformar la institucionalidad vigente, respecto a las competencias vigentes entre los distintos niveles y sectores de gobierno; de realizar saneamiento físico y legal en ciudades y centros poblados; pero también de diseñar políticas democráticas y participativas para el desplazamiento, considerando variables tan delicadas e imprescindibles como las mencionadas en el párrafo anterior.
El desafío es indudablemente muy complejo, pero es lo que le toca enfrentar a un Estado que, aún bajo el modelo actual, no solo debe garantizar los mecanismos de libre mercado y promover las inversiones, sino también debe cautelar los derechos ciudadanos.
desco Opina / 15 de febrero de 2019