Los cada vez más grandes hiatos políticos del gobierno de PPK, en realidad lo trascienden. La expectativa que generó la democracia, hace más de década y media, terminó en resultados desalentadores para lo que conocemos como «calidad democrática» señalado, entre otros instrumentos, por el Latinobarómetro. Primero se buscó adjetivar a la categoría «democracia» para tratar de definir sus debilidades, para luego desechar esa vía y, con O´Donnell, aceptar que era más pertinente rastrear la trayectoria de los procesos de democratización que buscar una conceptualización imposible.
Así, en la línea de lo que propusieron Morlino y Diamond, tanto las entidades encargadas de monitorear el desempeño democrático en los países del hemisferio –Latinobarómetro, Idea International, Transparencia Internacional– como los acuerdos y metas que convinieron los gobiernos latinoamericanos en las cumbres de las Américas, prestaron mucha atención al establecimiento de ejes e indicadores para «medir» esta performance y tener de esta manera criterios «objetivos» respecto a los avances en la dicha «calidad democrática» como transparencia, libertad de expresión, justicia básica, descentralización, participación ciudadana, entre los aspectos más importantes. Luego, finalizada la primera década del siglo XXI, emergerá la seguridad ciudadana como el tema preponderante.
Finalmente, ni una ni otra vía pudo ofrecer claves más o menos contundentes para entender lo que estaba aconteciendo. A estas alturas, está clarísimo que estas maneras de concebir la democratización tuvieron, al menos, dos deficiencias ideológicas:
- a. La desvinculación entre la dimensión política y la dimensión económica. La fantasía tecnocrática neo-liberal descansaba en la eficiencia que podía adquirir la economía si se evitaban las «distorsiones políticas» y nada mejor para ello que reducir el aparato de Estado a su mínima expresión en tanto el mercado es concebido como «el mejor asignador de recursos».
- b. La abstracción de los actores sociales y, en el mejor de los casos, suponer que los participantes en la «mesa democrática» tienen el mismo poder y la posibilidad de arribar a consensos, superando el conflicto y haciendo inútil, por tanto, la política.
Bajo estos supuestos, no es difícil suponer que las comprensiones sobre las democracias «realmente existentes» que empezaron a diseñarse en las últimas décadas eran excesivamente formalistas y compartimentalizaban lo político como un espacio «técnico» solamente capaz de gestionarse a través de una supuesta burocracia capacitada y, además, como un espacio desvinculado de las dimensiones económica y social, como si pudiera comprenderse por sí mismo.
En ese sentido, las amenazas que se oponen a una democracia de calidad se leen como «externalidades» al sistema, ante las cuales debía diseñarse una respuesta que generalmente se ha fraseado en términos bélicos: «guerra contra la corrupción», «guerra contra la delincuencia», entre otras.
Sin embargo, pocas veces se ha intentado explicar el ostensible vaciamiento de la democracia como producto de las propias contradicciones que genera el sistema entre una dimensión económica plenamente controlada por los grandes grupos empresariales; un Estado «capturado» por estas entidades o, en su defecto, ausente, y dejando prácticamente solas a las empresas y la sociedad para que entablen entre ellas compromisos privados o desaten conflictos al margen de la gestión deseable desde los aparatos públicos; además del debilitamiento de las organizaciones sociales cuya capacidad para participar en las toma de decisiones es menguante.
En conclusión, las amenazas a la calidad democrática se generan dentro del sistema y son expresiones de los límites que no pueden trascenderse sin poner en peligro la pauta de acumulación establecida. De esa manera, el crecimiento económico, que tiene como base las actividades extractivas, no puede garantizar un mínimo decalidad ambiental; el sistema tributario no puede ser progresivo por la imposibilidad real del Estado de imponer tasas justas sobre la renta en lugar de obtener sus ingresos de impuestos indirectos; las inversiones en salud y educación serán muy bajas porque no son necesarias para reproducir el trabajo; se mantendrán bajas tasas de crecimiento de empleo porque, como ya bastante décadas atrás lo planteó Quijano, desde el capitalismo periférico no generamos ejércitos industriales de reserva, sino poblaciones marginales. Todo ello impactará ostensiblemente a la representación y representatividad política lo cual deslegitima a las autoridades y provoca un gran distanciamiento entre el Estado y la sociedad.
desco Opina / 25 de noviembre de 2016