Un fantasma recorre nuestra época: el fantasma del corto plazo
Jo Guldi y David Armitage
La negación para potenciar Unidad de Inteligencia Financiera (UIF), es lo más notorio del complicado proceso de facultades legislativas pedidas por el Ejecutivo a un Congreso mayoritariamente opositor. Inmediatamente se la asoció, aunque creemos que equivocadamente, con el estereotipo corrupto que el fujimorismo se ganó a pulso. Igualmente malo –políticamente hablando– ha sido ubicar este resultado en el restringido campo de los intereses de los 72 parlamentarios de la referida bancada que, desde la perspectiva de algunos análisis, parecieran estar solos en la cancha, haciendo y deshaciendo según les dictan sus cortos cálculos.
Debe recordarse que la adecuación institucional para reprimir eficientemente las transacciones financieras con dinero obtenido ilícitamente es de data más o menos larga. En 1992 –Ley 25428– se establecieron los primeros controles ciertos, normando facultades para intervenir e investigar a personas y organizaciones, restringiéndoles la reserva y la garantía del secreto bancario. En 1996 se explicita legalmente las entidades y personas que están obligadas a informar de sus actividades que serán aumentadas en el 2008, así como los montos transados sujetos a supervisión. Posteriormente, se añaden hasta diez nuevas modalidades de corrupción, complejizando aún más el esquema de represión al delito de lavado de activos.
Junto a esos logros, hay que considerar también los poderosos factores –normalmente no visibles–, que buscaron restringir estas funciones, algo que aún está pendiente de una comprensión cabal y un debate político en forma. Es decir, no es solamente un problema de institucionalidad, sino también de las fortalezas e intereses que portan los actores que se desenvuelven en estos ámbitos que, como hemos visto, no se reducen al tráfico de drogas aun cuando esta actividad sea el origen de algo menos de la mitad de los montos lavados en el país.
Otra cuestión a tener en cuenta, es que la UIF no es un esfuerzo aislado del Estado peruano para darse mayor transparencia y eficacia en la represión del delito. Por el contrario es, al menos en parte, producto de las condicionalidades impuestas por el sistema internacional. Como afirma el Banco Mundial, las UIF son parte de las estrategias globales implementadas para enfrentar al lavado de dinero y el financiamiento del terrorismo. En ese sentido, es «una entidad nacional centralizada que se encarga de recibir, analizar y transmitir a las autoridades competentes información sobre operaciones sospechosas», porque «la lucha contra los delitos de lavado de dinero y financiamiento del terrorismo es crucial para la integridad de los sistemas financieros». Así, las primeras UIF –creadas bajo el auspicio del BM– aparecieron en los años 90 y lo que habría que preguntarse es por qué demoramos casi una década en hacer realidad la nuestra. Al parecer, este aplazamiento no se debió exclusivamente a la poca propensión del fujimorismo –entonces en el gobierno– hacia la transparencia y una efectiva represión del lavado de activos.
En todo caso, lo que empezó a construirse y fortalecerse a inicios del presente siglo no fue solamente una entidad –la UIF– sino un frondoso sistema en donde ésta se concibe como vértice del mismo, denominado Sistema Nacional de Prevención de Lavado de Activos y Financiamiento del Terrorismo (SILAFIT), conformado por lo que las normas respectivas denominan Sujetos obligados, Organismos supervisores y Colaboradores públicos.
Una vez establecida la UIF y el sistema que la cobija, lo que se plantea como reto es una eficacia que se condice con la buena gestión de la totalidad del sector público. Con el tiempo, dictamina la teoría, el objetivo debería ser la reducción apreciable del número de casos de lavado de dinero y de financiamiento del terrorismo. A fin de alcanzar el máximo grado de eficacia, todos los organismos participantes –desde las entidades notificadoras hasta las autoridades judiciales– tienen que incrementar su propia eficacia y cooperar entre sí para funcionar bien en conjunto. De ahí que cada componente del sistema tenga que evaluarse en función de los esfuerzos que se desplieguen para que cumpla su cometido individual, incluso si se trata de tan solo una parte de todo el engranaje. Al parecer, aún no hemos llegado a esta situación. Según el último reporte de la Unidad, el número de casos sospechosos sigue en aumento constante desde el 2007, siendo el sistema bancario donde se da la mayor ocurrencia.
La frecuencia más alta del posible delito vinculado al lavado de activos, corresponde al narcotráfico, seguido por la corrupción de funcionarios. Asimismo, gran parte del flujo pareciera tener como destino la actividad minera.
Esta situación es favorecida –como el propio superintendente adjunto de la UIF, Sergio Espinoza, asevera– porque el Perú tiene una economía «sin muchos controles», haciendo muy difícil el seguimiento debido. Al respecto, el mismo Espinoza aseguró que eran lossectores construcción y comercio exterior los que tradicionalmente lideran el lavado de activos en el país: «en el sector construcción existe la costumbre de crear una empresa y construir un edificio, para posteriormente cancelarla, y luego empieza el círculo de crear otra empresa para construir otro edificio y así sucesivamente. Es muy difícil hacerle el seguimiento a este tipo de modalidad delictiva».
Frente a ello, lo conveniente sería revisar los pilares de transparencia del Estado peruano, su eficiencia en la gestión, así como contemplar la posibilidad de potenciar la UIF como un organismo público descentralizado que le permita una mayor autonomía y ejercicio de rectoría sobre el resto de las entidades públicas. En suma, no es cuestión de crear «islas de excelencia» sino de un aparato estatal que responda a exigencias éticas, incluso sobre sus metas de crecimiento económico.